La
vida son pequeños trazos que vamos dibujando.
Cuando
somos pequeños pintamos garabatos, vivimos plenamente disfrutando de
cada minuto , segundo, sin saber ni plantearnos como finalizarán los
días, los meses y los años.
Según
vamos creciendo en nuestros dibujos nos acompaña la fantasía, el
colorido y las carcajadas de nuestro mundo interior, que nos hacen
especiales, alegres, y nos dejan disfrutar cada detalle de la vida
sin tensión.
En
la adolescencia estos dibujos son más escasos... ya hay menos
colorido, pero hemos perfeccionado la técnica del dibujo.
En
la edad adulta la técnica es sobria y perfeccionista o al menos lo
buscamos. Aunque ya no pintamos por placer, pintamos por
supervivencia, por compromiso.
Solo
cuando nos olvidamos de los prejuicios y la tensión volvemos a coger
nuestras viejas pinturas y pintamos garabatos, monigotes abstractos,
dibujos geométricos que hacen que nos relajemos.
Llega
un momento en el que perdemos las pinturas y no dibujamos, estamos
tan ocupados que no nos acordamos de hacer unos simples trazos.
Hasta
nos creemos en el derecho de corregir a nuestros hijos al dibujar,
queremos llevarles por nuestras lineas sin pensar que ellos tienen
las suyas propias.
Cuando
la sien se arruga y la mano tiembla, no somos tan críticos con los
nuestros, nos emocionamos al verles llegar donde llegaron (sea donde
fuere).
Pero
cuando queremos volver a retomar nuestras pinturas de la infancia,
esas que han estado a lo largo de toda nuestra vida junto a nosotros,
nos falla el pulso y no somos capaces de agarrar con fuerza ese color
para trazar una linea.
Entonces
es cuando sucede algo mágico, algo sorprendente, alguien te abre la
mano para darte una pequeña pintura, te ayuda agarrando tu mano a
seguir ese trazo de color celeste.
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